Me parece que México no va bien. Desde las situaciones más banales, la Selección mayor de fútbol pierde ante Jamaica y empata con Canadá, pasando por la triste actuación de la delegación mexicana en los pasados Juegos Olímpicos hasta el aterrizaje forzado de la infiltración por parte del narcotráfico de los órganos de combate a la delincuencia organizada y el festinado logro de una reforma petrolera que, si le creemos a los motivos de la iniciativa presidencial, no responde a la solución de los problemas que pretendía resolver; en este rubro, el acuerdo en el Senado se ve como un gran éxito y son muchos los opinadores que lo ven como el inicio de algo nuevo, aun así, tengo para mi, que lo posible, aunque mínimo, en lugar de lo deseable, retratan de forma clara la visión que sobre la administración del Estado vive México.
México no va bien. Estamos inmersos en la vorágine de la violencia producto de la “guerra” contra el narcotráfico; de una difícil situación económica producto de la crisis financiera internacional, la reducción en las remesas y el vaivén de los precios del petróleo; y, en el fondo, somos rehenes de una clase política (en principio, pero no de forma única, también somos prisioneros de los grandes empresarios y su falta de visión para invertir en México en lugar de comprar aviones y departamentos en Miami y, lo que es más grave, de la casi nula existencia de una sociedad civil organizada) que es incapaz de ponerse del lado de la gente porque su dicotomía es la de fortalecer a la partidocracia, aun a costa del país, aun a costa de los ciudadanos. A todo esto, se suma la situación social y los altos niveles de pobreza que azotan a un amplio porcentaje de los mexicanos.
A contracorriente, el problema no es de nuestros políticos sino de la falta de una sociedad civil organizada que pueda exigir y demandar otro comportamiento en nuestras clases dirigentes; que pueda colocar en los lugares de representación y toma de decisiones otro perfil de políticos, diferente que el que tenemos hoy en día, pero para lograrlo, México necesitaría, de forma urgente, un cambio cultural, una revolución ciudadana.
En la raíz, pienso que es necesario cambiar el foco de cómo entendemos la política en México; el foco que ha iluminado nuestra vida pública, ya se fundió y es necesario reemplazarlo.
Al día de hoy, no veo estímulos suficientes para que nuestros políticos tengan que cambiar; los incentivos para comportarse de forma diferente a la que hoy lo hacen, no son lo suficientemente fuertes y, al mismo tiempo, los costos de su actual comportamiento son mínimos: ya están acostumbrados –como los policías— al desprecio de los ciudadanos; a que la palabra político sea sinónimo de corrupción, compadrazgo, mediocridad; a que, --como casi todos los mexicanos sabemos--, la impunidad este siempre por encima de la legalidad y en esto, pareciera que ellos son los principales beneficiarios.
La salida fácil, insisto, es la de culpar a los políticos por todos los males del país; el otro camino, es el de responsabilizar a la sociedad que, en principio, elije a estas representaciones para ocupar su voz y a continuación, no hace nada o hace muy poco para demandarles resultados, exigirles cuentas, cambiar a los que no sirven o no pueden con las responsabilidades que se les entregaron.
Mientras México pierde un tiempo valioso frente a las oportunidades y sobre todo las apuestas estratégicas de países como China, Brasil e India, nuestra clase dirigente sigue perdida y atrapada en el corto plazo; sigue prefiriendo las rentas electorales de la mano del sindicato de maestros en lugar de escuchar los resultados de las evaluaciones de los organismos internacionales sobre los conocimientos de nuestros niños en edad escolar, los cuales son francamente alarmantes; sigue dilatando la evaluación a docentes o apostando por no tocar nada en lo concerniente al sindicato petrolero en aras de una mini reforma. Sigue consiguiendo lo mínimo de lo posible y cada vez más lejos de lo mínimo de lo deseable.
Escribía en alguna otra colaboración que la alternativa esta en los ciudadanos, lo sostengo y cada vez estoy más convencido de que es necesario un profundo cambio cultural. Los políticos no van a cambiar por sí mismos, no importa de qué partido sean, al final, como lo demuestra la reforma electoral, siempre estarán de un lado protegiendo a la partidocracia. Necesitamos de una sociedad civil más fuerte y organizada para que los políticos trabajen para sus electores y el servicio público esté al servicio de la gente.